martes, 5 de octubre de 2010

Tu torso, tu piel y tu carne.




Into Dust, Mazzy Star.


Soñé que venías de nuevo a mi casa, pero sin avisar, como si fuese algo ya habitual, tu casa. Estaba enamorado de ti, me sentía enamorado dentro de mi propio sueño tal y como no me he sentido en la realidad en mucho tiempo, tal vez como nunca lo haya estado.


Eras la mujer más bonita que jamás había visto, incluso más bonita que tú misma en todas las demás ocasiones en las que te había mirado, blanca y suave, alta, muy frágil.
Caminábamos por el pasillo, tenías una bolsita con dulces, nubes diminutas de tres colores; amarillo, azul y rosa. Había alguien cocinando.


Estábamos en cama tirados mirando algo, despertabas algo en mi, tenía ganas de acariciarte, de tocarte. Intentaba darte un beso, pero te girabas ligeramente, sabiendo lo que hacías, casi sonriendo. Y yo no insitía.
Llevabas braguitas negras con medias también negras, pero se veía tu piel, llevabas una camisa blanca, mía, parecías estar muy cómoda.
Ponía mi mano en tu pubis e intentaba deslizar hacia abajo la goma de la media, sin ánimo de lucro. Aunque sí sentía atracción sexual, y me gustaba.

Nos llevábamos muy bien, parecíamos niños hipnotizados por un halo de curiosidad e instinto que dirigía nuestra carne hacia una nueva dimensión.

Después salíamos.

Íbamos a un Mcdonalds muy extraño, hablábamos en inglés. Con dificultad le pregunté a la chica cuál era el concepto de ese McDonalds, no había separación entre las cajas y los clientes, eran mesas amplias y negras de las que automáticamente salían los sandwiches por unos habitáculos de colores.
Tú ibas subida a unos stilettos negros y dorados, cada vez me sentía más diminuto a tu lado, te miraba completamente acojonado, era muy consciente de ello, sentía curosidad por ver la cara con la que te miraba. De nuevo intentaba besarte y de nuevo tú me decías que no, aunque tu gesto no se correspondía con tu palabra.

Y a pesar de seguir respirando aquella atmósfera y de seguir jugando a ese tira y afloja de seducción infantil, empezaba a dudar de si realmente me querías. Comenzaba a enfadarme.





Fue una única vez y fue delante de una conocida mía allí mismo, en aquel restaurante, lo cual me llenó de orgullo y devolvió inmediatamente el morbo a mi carne tensándola de nuevo, mucho.




Estabamos en mi habitación y yo te levantaba, estabas desnuda y no pesabas nada, eras muy blanca, todo era muy blanco excepto tu cabello rubio. Tu piel era tan blanca que parecía salpicar las paredes de aquella habitación con un ligero matiz azul que le daba un toque frío a un momento que en realidad era muy cálido.

Frente a mi cara tu torso, solo veía piel y tu pelo cubría parte de tu pecho, tu pezón casi me rozaba. Girábamos, los huesos de tu cadera sobresalían muy pronunciados haciéndose notar, eso me exitaba mucho. Tus piernas me rodeaban por la cintura como dos alambres cálidos y suaves, yo estaba vestido pero podía sentir el vello de tu pubis rozándome el vientre por encima de la camisa. Sentía amor cuando te miraba, no me importaba ni tu edad ni la mía, ni nada que no fuese girar contigo abrazada en aire con tus piernas atadas a mi. Tú, siempre sonriendo, decías cosas que no lograba entender, balbuceabas palabras que no podía escuchar, o que ya no recuerdo.

Coloqué tu espalda sobre el armario y el blanco de tu piel se empezaba a fundir con el blanco del mueble, todo se volvía cada vez más blanco, excepto tu cabello que permaneció dorado y vivo durante unos instantes, hasta que finalmente también se fue disipando ... todo blanco.







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